Crónicas inevitables

Thursday, June 22, 2006

Sobre las bamboleantes olas






Una masa de escarpadas nubes blancas impide el paso a los rayos solares, mientras los veleros disputan sus finales

Pedro Díaz G.

SAN CARLOS, Son. El trabajo inicia tan temprano como la luz ingresa a las ventanas; una fría ventisca indica a los jóvenes intrépidos que se debe aprovechar esta mañana y salir al mar, cuanto antes, para la realización de las primeras regatas.

Final de campeonato del mundo. Un helicóptero durmió sobre la cancha de futbol del club y la lucha entre fotógrafos será por ver a quién permiten el acceso: tomas aéreas aportarían otros perfiles.

Son casi un centenar de botes los que se adentran a seguir la competencia.

Nuevos, muchos visitantes salen a cubierta sin cobijo y pronto estarán clamando tocar tierra. Dos son los yates rápidos, sólo para prensa, que navegan los residentes de San Carlos, retirados estadounidenses: el Rad Holder y Eggs tac sea (ingeniosa modificación al éxtasis).

Mientras los competidores ajustan trajes y acomodan amarras, una pequeña lancha de motor llevará a los comunicadores a los barcos. Lento es el recorrido pues desde muy temprano el mar se agita con la corpulencia furiosa de estas olas.

Se guardan bronceadores. Hace frío. Ellos, en tanto, cuando apenas el reloj marca las diez, han partido tras el primer cornetazo. Se ha dispuesto, en esta ocasión, que sean dos recorridos ida y vuelta, con medio kilómetro de separación entre las boyas. Al otro lado de un grupo de islas rocosas que colindan esta área, mar adentro, la lucha se vuelve fantasía.

Habrá que presenciar, en eterno y rítmico bamboleo, ese deslumbramiento de las alas que se abren a mitad del mar. El paraje de sal, rocas y pájaros.

Veintinueve minutos se utilizan en el primero de los recorridos. Las boyas se colocan de acuerdo con la dirección del viento --que se medirá con un compás de mano, instrumento de marinos--, y se modifican a cada regata, de acuerdo a cómo sople, pues de otra manera, cualquier inclinación daría, sin duda, ventajas e injusticias.

Son los ingleses los más rápidos en este inicio de carrera, dentro de la flota de oro -la de plata navega al mismo tiempo en otras aguas-. Le siguen alemanes y españoles.

Y son estos últimos, los que pareciera hacen todo al revés: porque después de alinearse para la segunda tarea de la mañana, todos, o casi todos, salen a la izquierda de la playa. Sólo ellos, y un par más, intentarán adelantarse yendo en contra. Una línea imaginaria marca la salida. Y cada uno toma senderos diferentes: buscar el menor de los oleajes, el más calmo; apoderarse de los vientos... Cuando las naves no son más que un pequeño punto a la distancia, izan spinnakers. Y entonces los colores se dibujan de regreso. Como si fuesen globos caminando sobre el mar, llegan casi volando: se trata de mantener la vertical del mástil, para avanzar más rápido y sin problemas aunque para ello capitán y tripulante tengan que extenderse, casi con rabia, en estribor. Van sujetos a una de las cuerdas y, de cuando en cuando, caen al agua para volver al bote de inmediato. Cuidado, que el viento cambia y la vela da un giro inesperado.

Es entonces, a gran velocidad, cuando la carrera comienza a tener sus tintes comprensibles: deberán cruzar obligadamente por un par de señales flotantes que no tienen una distancia más allá de los cincuenta metros. Como una portería; como ensartar agujas en el mar. Todos lo logran, aunque pareciera no lo harán: es en ese sitio, al dar la vuelta en cada boya, donde se suceden más imágenes: casi se pegan los veleros. Con inaudita rapidez, capitanes guardan velas y ellos frenan, dan la vuelta, y allá van otra vez. Gritos, porras. Mientras tanto, las naves de vigía se sumergen en ese caminar tranquilo de estrella o primavera sin premura. Y el yate, al pairo, mece y mece.

Ritmo, nada más

Ritmo es lo que se vive en la marea.

Nace de nadie el ritmo, lo echan desnudo y llorando como el mar, lo mecen las estrellas, se adelgaza para pasar por el latido precioso de la sangre, fluye, fulgura en el mármol de las muchachas, sube en la majestad de los templos, arde en el número aciago de las agujas, dice noviembre detrás de las cortinas, parpadea es esta página, diría Gustavo Rojas. Ritmo.

Existe cuando golpea el mar contra la playa, en el corazón que se remansa o acelera, en los pasos de quien camina, trota o corre, en el braceo del nadador, en el sonido del reloj y en el ventilador que gira. El ritmo está en el mar. Ellos lo encuentran, lo explotan. Van y vienen como en dorada pesadilla. Santiago López Vázquez y Javier de la Plata son amigos que desde 1996 navegan juntos y han logrado encontrar la sincronía.

Cruzan una, dos, tres veces en primer lugar. Del centenar de pequeñas embarcaciones que atestiguan la regata, se desprenden algunas y se acercan a los competidores. Deslizándose suavemente gritan, manotean, háganse para allá injurian a los impertinentes: en la última de las regatas otro grupo, olvidado en tierra, llega, se acomoda, y, cuando en colores vivos regresan los veleros, ellos les han quedado en el camino.

Hace frío. Las aguas se agitan cuando pasa el mediodía.

Un helicóptero los sigue tan de cerca que pronto habrá protestas: el rotor puede marcar severas diferencias. Caminan los capitanes a tientas por los corredores de esas naves. Llega el tiempo del retorno. Da la vuelta la comitiva entera. En los riscos, en las piedras, llega la ola a la cima de su vuelo y se desintegra en cascadas tumultosas.

Anclarán sus naves todos los visitantes: japoneses que de la mochila sacan lanchas inflables e infalibles; británicos apoyan a sus deportistas en el mar. Marinos y oficiales desmontan la pista de esta tarde, y todos, olvidándose del agua, buscan un sitio en Internet. Aquí, en este club, las cosas están cerca: sala de prensa a dos minutos, playa a diez; restaurantes y piscinas, por doquier.



Españoles, los primeros

En dos se ha dividido la flota. La de oro, después de cuatro regatas, tiene en la cima a los españoles Santiago Vázquez López y Javier de la Plata; les siguen los daneses Michael Hestbaek y James Persson, los alemanes Marcus Bauer y Peter Barth, los estadounidenses Andy Mack y Antonhy Lowry, y el equipo australiano, con Chris Nicholson y David Phillips. En la flota de plata lidera el equipo sueco, con John Harrison y Paul Sandstron, les sigue Suiza con Christopher Rast y Boid Zeltner y los australianos Hugh Stodart y Philippe Schulz. Los mexicanos mejor ubicados son Antonio Goeters y Guillermo León de la Barra. Mauricio León de la Barra y Yokin Belausteguigoitia se ubicaron en el sitio 15; Kim Albarrán y Américo Salinas, en el 31, y Eliane y Yon Belausteguigoitia, en el 32.

Frenética vida bajo el sol

No son gigantescos, estos deportistas. Entre 55 y 65 kilogramos de peso, con acaso 1.75 de estatura, son todos iguales, en complexión, y además, color de piel: la coloración que dan las tardes en la frenética vida bajo el sol.

San Carlos es unánime presencia en oleaje, en donde el mar agita caracoles vagabundos.

Habrá que estar aquí. Ola tras ola hasta cubrirlo todo.

Marzo, 2000





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