Crónicas inevitables

Friday, June 16, 2006

Los símbolos de Sydney: Ian Thorpe


Pedro Díaz G.


SYDNEY.-- Sucede aquella tarde de 1990: chapotea brazos en el agua Ian Thorpe, de ocho años, mientras su hermana Christina cruza a alta velocidad ese transparente ladrillo de cristal con aroma a cloro. El le acompaña, la observa, pero pronto deberá dejarla sola. El contacto del líquido acondicionado con esa substancia que le pica la nariz, causa en el chico ciertas irritaciones: es alérgico. Pero Ian cree en el destino.

Y como azoro le causan los adelantos que Christina logra en las albercas, un día piensa en seguir los mismos pasos. No hay muchos análisis. No son necesarios.

Corre, juega a la orilla de la piscina el pequeño Thorpe. Pasa las horas en el embeleso de mirar a su hermanita, y decide que ahora será él quien se sumerja.

El niño juega a corretear al Sol, disco incandescente que tirita, tambalea y ondula caprichosamente su reflejo sobre el agua. Queda quieto unos instantes. Asoma a la alberca y observa con detalle: su imagen ocupa la del astro rey, cuyas refracciones pintan de tonos naranja y oro la fosa, los carriles. Entonces, atreve: "Caminaré sobre el Sol".

Lo hará a brazadas.



Hombros fuertes, musculosos

Sus compañeros de generación preocupados viven por los examenes finales. El no. Ha dejado dos años los estudios para convertirse en otro símbolo de la nación. La Opera de Sydney, su bahía... Ian Thorpe. Su imagen está por todos lados, en pósters, publicidad bancaria, anuncios sobre la carretera; la sonrisa tímida, sus grandes pies que son aletas...

Es dueño ya de la confianza. Nueve años después es un torpedo.

El mejor nadador del mundo no luce como un joven de 17 años que carga con el peso de toda una nación. No parece siquiera un adolescente que va dejando de serlo: atiende juntas de negocios, se viste en Giorgio Armani, garabatea autógrafos al lado de Nicole Kidman y Tom Cruise; filma especiales de televisión y atiende, como lo merecen, a sus patrocinadores.

En su tiempo libre.

Porque apenas sale de la alberca. Su verdadero trabajo es entrenar, dedicarse a perfeccionar la excelencia conseguida en cada competencia.

Ian Thorpe ha sido calumniado, espiado, acosado, e incluso cazado: la demanda que pesa sobre él sería suficiente para doblegar, por la presión, a alguien con el doble de su edad. El no se inmuta.

Dos son sus palabras favoritas: feliz y emocionado. Estoy muy emocionado por lo que hago, en cada momento, y por todo lo que está sucediéndome en la vida. Me siento realizado con todo: feliz por ser un nadador, feliz en mi vida personal, feliz con cada cosa que va fluyendo. Nunca imaginé esta dicha. Creo que ahora estoy encontrando el verdadero equilibrio para cada parte de mi existencia. Lo sabía cuando rompío su primera marca del mundo y exclamó: Este es el verdadero inicio de mi carrera deportiva.

Hay quien siente conmiseración por someter a un chiquillo a semejante carga emocional. El no piensa así.

Ian Thorpe cree en el destino. Y convencido está de que ha venido al mundo para ganar el oro olímpico. Nació en Sydney en el suburbio de Paddington, el 13 de octubre de 1982, y creció en esta ciudad rodeada de mar, se entrenó aquí, donde la tradición por las brazadas es ancestral. Donde se adora a sus campeones. Y él está llamado a ser uno de ellos.

Aunque su familia y amigos, así como un tobillo roto el año pasado, dan fe de su torpeza sobre la tierra, Thorpe tiene, irrefutablemente, un don natural en el agua. Y junto con su talento físico 195 centímetros y 96 kilogramos y su dedicación, mantiene la mente fuerte y perceptiva. Creo que lo que me ha sucedido en los cuatro años anteriores es el preámbulo para obtener la gloria olímpica. Siento que estoy preparándome para ello.

Thorpe ha estado bajo las escrutadoras miradas desde el momento mismo 1997 en que fue el seleccionado de menor edad en el equipo australiano de natación, a los 14, y se le comparó con el legendario John Conrads. En Fukouka era el más joven, también, entre todos los competidores. La estadística llegaría hasta ahí de no ser porque, al regreso de aquellos PanPacific Games, volvió con la medalla de plata en 400 metros estilo libre.

Seis meses después confundió a sus rivales y se trajo, de Perth, también en unos Juegos Panpacíficos, el oro, el título mundial, y la etiqueta de ser el más joven en lograrlo en toda la historia de esa competencia. Vendrían sorprendentes resultados: en los Commonwealth Games, donde ganó cuatro medallas de oro, perdió el récord mundial en 200 metros libres, la marca con más tiempo establecida, por una centésima de segundo. Sorprendió, además, porque en esta prueba superó a su compatriota Grant Hackett en los 400 libres.

Comenzaba el mito. Fue declarado el mejor nadador del mundo.

Caminando sobre el Sol, el jovencito australiano modelaba su cuerpo. Resistían los hombros, musculosos, todo el triunfo. Los preparaba para soportar también cualquier adversidad. Y seguía ejercitándolos. Pronto tendría que tolerar el peso de todo un país, de todas las miradas.

El hambriento Ian

Abrió su apetito aquella centésima de segundo.

Su potencial es ilimitado.

En los PanPacíficos de 1999, en casa, rompió cuatro marcas mundiales en cuatro días: dos veces la de los 200 metros libres, 400 libres y relevo 4x200 libres. Mi máxima inspiración ha sido el recuerdo de Kieren Perkins, cuando ganó la medalla de oro en los 150 metros estilo libre de los Juegos Olímpicos de Atlanta. Eso fue la definición pura de lo que es el deporte australiano. Pero para llegar a conquistar los ánimos de todo un pueblo y la atención del mundo entero, ha debido Ian vencer al enemigo oculto: presente en cualquier alberca a la que quisiese entrar: el cloro, sustancia con la que se combate y previene infecciones, hongos y bacterias, a la que era alérgico. Atrás quedaron los días de clase, que ya volverán. Un permiso especial de la escuela secundaria East Hill Boys High lo tiene fuera de los estudios, pero una vez pasado el furor olímpico regresará a clases, "pues quiero ser doctor; estudiaré medicina. Y me titularé".



Todo parece indicar...



Ian Thorpe es heredero de la tradición australiana en natación: Boy Charlton, Dawn Fraser, Murray Rose, Shane Gould, Kieren Perkins...

El Torpedo posee sorprendente longitud de brazos. Con este físico de privilegio, emplea una tremenda patada para impulsarse bajo el agua. Sus brazadas son fluidas y cubren porciones considerables de la alberca. Apela también a su inteligencia, para sacar ventaja a sus rivales. Ganó tres medallas de oro en la Copa Mundial Europea en Sheffield, Inglaterra, otras tantas en el Campeonato Mundial de los 200 metros en Berlín, donde la primera noche de competencias, junto con otros nadadores, se vio envuelto en un problema de anabólicos con los encargados del doping alemanes cuando juntos cuestionaron la seguridad de sus pruebas de orina; decidió quedar fuera de la competencia. No nadaría. Pero tres horas después y luego de convencerse a sí mismo de romper su promesa, llegó a la alberca y algo más había que romper, inutilizar: el récord mundial de los 200 metros libres. Aquel día me sentí fuerte. Los 200 es mi prueba favorita. Y esa fue una de las más duras competencias que he tenido. Estaba completo, sin duda. Pensaba en que las cosas difícilmente podrían ir peor de lo que estaban. Pero qué satisfacción saber que puedo rendir a pesar de que las condiciones no sean las propicias. A pesar de un clima que me llevó hasta los extremos. Viajaría a Imperia, Italia.

Regresó con dos de plata.

Fue distinguido como el Australiano del Año y ganó el premio del Salón de la Fama Don Bradman, por ser el atleta que más ha inspirado a la nación.

Thorpe está rankeado como número uno en los 200 y 400 metros libres. Si todo avanza conforme los planes, podría terminar los Juegos con cuatro medallas de oro: 200 y 400 libres individual, y además, 4x100 y 4x200 metros libres. De ser así, sería el primer australiano en lograrlo.

Esa oportunidad, combinada con su juventud y anticipada madurez, característica básica de su personalidad, lo convierten en una figura de identidad nacional.

Las cosas salen mal o salen bien; sin saber lo que estos Juegos me deparan, creo que he tenido la mejor preparación y voy por todo. Por mi, por mi país, por lo que me queda por vivir. Tengo algunas metas para los Olímpicos, muy simples: quiero ser una parte de esa minoría que viene a competir para superar sus mejores marcas personales. Creo que alrededor del 17 por ciento de los que aquí competirán tienen la capacidad para lograrlo. Es un pequeño porcentaje y quiero ser parte de él. Una de las cosas que salen de mi control es el resultado al final de la carrera. Si entro a la alberca y logro superar mi mejor marca, y alguien nada aún con más rapidez, habré cumplido. No tendré porqué estar desilusionado conmigo mismo.

Pero la desilusión no está en su diccionario. Creo que tengo un nivel de reconocimiento público, y considero que mi capacidad está para hacer algo aún mejor. Para triunfar. Si eso sucede, entonces sí tendré razones para espantarme.

Le fascinan las bebidas energéticas con sabor a cereza; adora las películas en la pantalla grande, es cinéfilo; no pierde detalle de los juegos de computadora, practica el esquí acuático, escucha música "grunge" y sus materias favoritas son economía y geografía. Odia las matemáticas. Apoya obras de caridad: sobre todo a la fundación Lifeline, que pretende salvar de la decisión a adolescentes suicidas. Pero, por sobre todas las cosas, algo le hace realmente feliz: Tararear, con su compact disc del grupo Smashmouth, aquella canción que parece resumir sus sueños, los deseos de ese pequeño que alguna vez tuvo ocho años y una hermana que cruzaba transparentes ladrillos de cristal: “Walking on the Sun”.

Camina Ian sobre el Sol.



Septiembre, 20o0


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