Crónicas inevitables

Sunday, May 28, 2006

Voces en la cumbre (I)


Siete voces en la cumbre

Donde no vuelan los pájaros

PEDRO DIAZ G./I

El Everest.
"...Allá arriba, rumbo a la cima, se vive la verdadera y más absoluta soledad".
Andrés Delgado, joven de 27 años, se refiere así a la cumbre más elevada del planeta. Es uno de los siete mexicanos que han escalado esta montaña en la cordillera del Himalaya.
El italiano Reinhold Messner, de los primeros alpinistas en conquistar su cumbre (20 de agosto de 1980, cara Norte, ascenso en solitario) la define como "el sitio de la blanca soledad que alimenta al espíritu y lo enaltece".
El Everest es también la Sagarmatha (en sánscrito: Diosa Madre del Mundo), montaña a la que los
lamas del Tíbet han bautizado desde siglos atrás, además, como Chomolungma, Diosa Madre del País, que en tibetano suele traducirse como Lugar donde no vuelan los pájaros.
Pero sobre todo, El Everest es una y a la vez muchas montañas; tantas como seres humanos sean capaces de ascenderla.
Porque cada uno vive su propio Everest y el orgullo se siente diferente en cada historia.
Al regreso las anécdotas se vierten incansables en una perfecta espiral que suele volver al mismo punto: han ido hasta el Himalaya, diría Benedetti, a llenarse de cielo los pulmones.
El Everest. Su retrato, narrado por quienes en lo alto han estado.
Siete. Mexicanos. Sólo siete.

* * *

Ricardo Torres Nava fue primero. 16 de mayo de 1989. Y entre sus múltiples recuerdos, que ha transformado en libro, "La Conquista del Everest", Editorial Diana (con la colaboración de Miguel Guzmán Peredo), uno tiene muy presente: esa sensación de angustia y temor que no le permitía disfrutar plenamente de su cumbre pensando en que la parte más importante era bajar con vida. Sobre todo después de haber vencido al Escalón de Hillary; su mente giraba sobre el cómo descender uno de los puntos más difíciles del trayecto:
"A las tres de la mañana del 16 de mayo iniciamos el ascenso. El termómetro marcaba quince grados
centígrados bajo cero. No había mucho viento y la negrura de las sombras era total. En medio de
aquellos desolados parajes, éramos cuatro las personas que ascendíamos a la cima: el doctor Walter McConnell, jefe de la expedición con carácter científico, los sherpas Ang Danu, Phu Dorje, y yo.
Habíamos puesto mucho cuidado en que la travesía por la Cascada de Hielo y el Circo Occidental,
hasta el Collado Sur, se efectuara con las máximas precauciones de grupo para evitar cualquier
accidente que pudiera ser fatal. Pero teníamos decidido que por arriba de los 8 mil metros cada uno de nosotros debería preocuparse de sus propios actos, no siendo conveniente avanzar encordados, para evitar que la caída de uno arrastrase a sus compañeros a la muerte. Más adelante, el Escalón de Hillary.
Presentaba un aspecto aterrador y peligroso. Me quité los guantes para sentir mejor los asideros que
me sirvieron para irme elevando centímetro a centímetro por esa pared imponente que juzgué tendría una inclinación de setenta grados. Una vez que logré sortear el escalón, no dejé de pensar en el regreso.
Sí, se vive también, ahí, la soledad negra que deprime y golpea el alma. Y a ella hay que
sobreponerse".
A Carlos Carsolio el Everest no pudo dársele en la Primavera. Sabía Carlos que en 1978, ante el
asombro de los científicos y del mundo entero, Reinhold Messner y Peter Habeler consiguieron un
ascenso por la vía tradicional (trece rutas tiene el Everest; las más difíciles, la Yugoslava y la Rusa)
pero sin la ayuda de oxígeno suplementario.
El reto, entonces, sería que su esposa, Elsa Avila, y él, escalaran sin oxígeno y por la arista yugoslava.
No pudo ser.
Narra Elsa en el libro Encuentro con el Himalaya, la aventura de la esperanza, de Fernández Cueto
Editores (con la colaboración de Héctor Perea): "Carlos, al llegar a los 8 mil 750 metros y descubrir mis labios totalmente morados y mi casi absoluto mutismo, síntomas inequívocos de hipoxia, decidió que desistiéramos a sólo 100 metros de la cumbre, a unas dos horas aproximadamente de ascenso".
Cuando la hipoxia comenzó a presentarse en Elsa, hubo que decidir por el regreso; a Carlos un fuerte
dolor de garganta le impedía seguir.
¿Sería entonces en otoño?
Fue.
"Las cosas se fueron dando, y aunque finalmente mis compañeros no pudieron, yo subí al Everest sin
tanques de oxígeno en el otoño de 1989. Una temporada bastante difícil; es muy poca la gente que ha subido en otoño, la mayoría sube en primavera, que es cuando avanzan casi sin nieve; en el otoño hay
mucha nieve profunda que te llega arriba de la rodilla. El esfuerzo es muy grande, pero quedé‚ muy
satisfecho. El Everest fue una experiencia que la gocé‚, la gocé‚ mucho. Ahí nada más logramos la
cumbre seis personas; la montaña no estaba saturada como acostumbra estar en la Primavera. Para mí
fue una experiencia muy agradable. Es una montaña preciosa, que aunque no fuera la más alta del
mundo seguiría siendo una bonita montaña, pero, desgraciadamente, ha perdido su carácter de
aventura..."

Dice Alfonso de la Parra, a quien La Montaña se le dio como inesperado regalo de cumpleaños el 9 de
octubre de 1992:

"Al caminar por sus largas pendientes congeladas, escalando y sobreponiéndote a cada instante de
riesgo, observas cómo, a lo lejos, puede verse un hombre. Es apenas un pequeño punto en este
universo de hielo y colores que se entremezclan al amanecer. Piensas: aquel pequeño punto a la
distancia, tan pequeño, tan insignificante, puede, con sólo apretar un botón, acabar no sólo con esta
hermosa cordillera, sino con todo el planeta. En eso, entre muchas cosas, pensaba al escalar el Everest.
Y en que la vida es un instante, un soplo. Y ya en la punta reflexionaba: en este momento soy el ser
humano que est parado más alto que otro ser humano en la tierra; qué‚ tan insignificantes somos en el
mundo y cómo lo complicamos: smog, tráfico, el banco, y que si los asaltos y las facturas... Y miles
de problemas. ¿Cómo es que hacemos un mundo de enredijos, de caos que solamente existe dentro de
nuestra cabeza? En eso pensaba.

Alfonso de la Parra ascendió el Everest acompañado de Wolfgang Amadeus Mozart. Porque en sus
composiciones pensaba, sobre todo en las que escribió el músico austríaco en su adolescencia.
Alfonso decidió alejarse de los problemas de la expedición y prefirió enfrentar a la montaña con los
acordes de Amadeus. Músico y alpinista, compositor y amante de los clásicos, De la Parra se soñaba
de niño con dos futuros: como director de una filarmónica y en la Punta del Everest, la montaña
mágica.

Peligrosa.

Pero Yuri Contreras la vive tan intensamente que, al escucharlo, pereciere que hablase de un nuevo y
emocionante juego. Ha estado ahí ya en dos ocasiones. Y regresa para seguir explorando las virtudes
del Himalaya.

"A mí la montaña me ha cambiado. Mi forma de ver la vida es totalmente distinta. ¨Y cómo no, si al
regresar del Everest ya hasta las chavas me veían guapo. En aquel momento, en que no tenía novia
todavía, las chavas me seguían. 'Oye, Yuri, por qué‚ no salimos...' El Everest, me decía al espejo, ­me
volvió guapo!..

Ríe Yuri Contreras y recuerda aquel 24 de mayo de 1996; la sensación se contrapone a la que sentiría
un año después, apenas el 27 de mayo pasado. Dos ascensos. Dos caras, Norte y Sur.

Dos visiones:

"Cuando iba a llegar por primera vez al Everest el instante fue de una incredulidad indescriptible. ­Iba a
llegar a la parte más alta del planeta! Y por un lugar que había leído, era muy complicado: la cara norte.
Por ese lado en el que se intentó el Everest las primeras veces, por donde pasó Mallory, Irvin y tantos
otros escaladores que se convierten en tus ídolos al escuchar sus hazañas... ¨Y de repente llegar ahí?
Me acordé‚ mucho de mi padre, que murió en 1992, y a quien debo el gusto por escalar montañas.
"Aquí estamos", le dije. "Llegamos". Este año la sensación fue distinta. Subí la montaña disfrutando
cada paso. Degustándola, como quien paladea un buen vino.

"¿La soledad? Yo no tengo problema por no hablar con nadie en días. Y allá no hablas, no abres la
boca. Disfruto mucho la soledad porque puedo pensar en mi pasado, en mi presente y también, de
pronto, me veo diseñando mi futuro. El Everest es una pausa; una pausa activa. La soledad se vuelve
creativa, pero es a la vez muy fuerte. Para mi página en Internet escribí una experiencia dolorosa: se
murió un cuate y a mí me tocó hacerle el certificado; ese momento te aplasta. Lo ves y piensas que t£
podrías ser el próximo cadáver en la montaña.

Acaso una hora después que Yuri, aquella tarde de 1996, Héctor Ponce de León vivió su comunión
con la montaña. Y tanto atrae a Héctor el contacto con la naturaleza, que est por titularse en España
como guía profesional. Tres meses tiene viviendo en Europa.

Narra Héctor:

"Cuando estás casi por llegar, vas sólo pensando en el siguiente paso, o en el siguiente golpe del piolet;
no piensas en la cumbre, pero a 8 mil 800 metros superas una banda de roca y, al salir, ves la cima, lo
más alto del Everest por encima de ti, y los 50 y 60 metros que restan son una pendiente de nieve sin
más dificultad. Este momento es muy intenso, de lo más mágico. Ver la cumbre. Detenerme y decir: `ya
nada me lo quita; estos últimos 60 metros me los voy a regalar. Pasearme, voltear a todas partes.
Disfrutarlo. Esos instantes, creo, son más bellos que la misma cumbre. Y sabes que ahí est pero
retrasas, aminoras el paso; vas degustando, volteando, a la derecha el "Cho Oyu", a la izquierda el
"Lothse". Y t£, entre las montañas más grandes el mundo... No, no hay instante con más hechizo que
ese.

Andrés Delgado encontró en los días de espera, lo mejor de su aventura. Como el soldado que con
paciencia y entereza aguarda la batalla inarribable, este joven esperaba el momento en que el clima le
permitiese atacar la cumbre.

"Lo que recuerdo con más gusto, por lo que significó para mí en esta carrera del alpinismo, fue el
probarme en la soledad, en el silencio. La temporada de primavera tiene como punto culminante, día
ideal por tradición para atacar la cumbre, el diez de mayo. Pero esta vez fue distinto. Día diez, mal
clima. Día once... doce... trece, mal clima. Se nos acababa el tiempo. Llegó el 22 y decidí un ataque.
Nada. Sabíamos que si el intento no se realizaba antes de 26 o 27 la expedición fracasaría. Porque los
permisos vencen el 30 de mayo y necesitas de cuando menos dos días para bajar. Pero todo ese
tiempo, sólo a la espera del instante en que la montaña te permita que asciendas, fue sensacional. Me
sentía como aquellos soldados que están esperando el día en que inicia por fin la guerra.

-El vivac. Eso es lo que más recuerdo, entre muchas anécdotas: el vivac. Pernoctar en la montaña, a
más de 8 mil metros, es una experiencia fuerte -dice Hugo Rodríguez, quien también ha vivido esos
minutos en que a tientas se atenúan los descalabros de la espera.

"Lo que hizo muy especial mi experiencia en el Everest fue el descenso. Veías allá muy difícil el poder
dormir algunas horas en el campamento cuatro, que est a 7,980 metros, casi 8 mil. Recuerdo que me
hablaron de cuando una expedición de Indonesia, tuvo que hacer un vivac a, creo, 8 mil 200 metros.
Yo pensaba que era algo totalmente imposible. Para mí, sobre todo; porque nunca había estado a ocho
mil metros: del Aconcagua me fui hasta el Everest y, bueno, acabé‚ haciendo un vivac sin tienda por
arriba de los 8 mil 500 metros. Pernoctar en la montaña normalmente lo haces en tienda de campaña; o
con sleeping bag. Yo tuve que pasar la noche allá, casi sin equipo.

Historias. Bellas, sublimes historias.

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